miércoles, 31 de octubre de 2012

Boca de la Sierra, partido de Azul



Un malón de chatarra en el valle


En el bello paraje de Boca de la Sierra una notable obra del artista Carlos Regazzoni evoca los enfrentamientos entre cristianos y tribus de esa zona de frontera que fue el Azul desde su fundación hasta la culminación de la llamada conquista del desierto, en 1879.

Desde la fundación del Fuerte Federación en 1832, el país Azul fue lugar de contacto de la tribu del cacique Catriel con los cristianos que allí se establecieron. Durante varias décadas se produjo en la zona un intercambio cultural, económico y político entre ambos grupos.  La impactante obra “El Malón”, de Carlos Regazzoni, emplazada en el paraje Boca de la Sierra, hace referencia a un aspecto de esas relaciones: la guerra, que como se sabe no es más que la continuación de la política por otros medios.
Para ver esta obra, erigida a base de chatarra, hay que tomar desde Azul la Ruta Nacional 226 en dirección a Tandil y desviarse en la provincial 30, la misma que lleva al Monasterio de los Monjes Trapenses. Una vez que se llega al flamante parador Boca de la Sierra, en el lugar en que comienza el cordón del Azul, perteneciente al sistema de Tandilia, se distingue  este conjunto escultórico, que sorprende por su calidad y por su ubicación, tan apartada de los centros poblados.
Representa una batalla entre indios y cristianos.  A medida que uno se acerca al  pequeño valle entre las sierras, a lo lejos,  se vislumbra una pelea de soldados de línea con sus uniformes azules y sus fusiles, contra indios que arremeten con sus lanzas. Hay escenas de violencia, degüello, caballos de carga, otros animales que huyen espantados, un cañón. Pero visto de más cerca lo que llama la atención son los detalles. Sorprende sobre todo reconocer los materiales utilizados. Se distingue entonces que las crenchas al viento del indio amenazante que se alza sobre su caballo,  son en realidad  burletes de automóviles. Allí se descubren escapes de motos, cuadros de bicicletas, engranajes que son ojos, pernos que son los dedos de los pies que asoman de las botas de potro que utilizaban ambos bandos.

El Azul de Catriel y la Gran Invasión

Probablemente la obra de Regazzoni esté inspirada en la gran invasión de 1875, durante la cual la ciudad de Azul fue sitiada por los indios de Catriel y Namuncurá.

La dinastía de los Catriel era un grupo de los entonces llamados Pampas,  asimilados a la cultura araucana y también influenciados por los cristianos con los que compartían la frontera sur. Desde la Fundación del Fuerte Federación –antecedente de la ciudad de Azul- en los tiempos de Rosas, la tribu de Juan Manuel Catriel -cuyo nombre ya está influido por la cultura de los blancos, y coincide con el del Restaurador- tuvo estrechas relaciones con los gobiernos de Buenos Aires.  Asociados al cacique Calfulcurá, que dominaba desde las Salinas Grandes, fueron beneficiarios del reparto de víveres que el gobernador había acordado con aquél.
Luego de la caída de Rosas esta paz se desmoronó y se reiniciaron  los malones. En 1855, junto con Cachul y Calfulcurá, Catriel derrotó al ejército del entonces joven General Mitre en la batalla de Sierra Chica, y desde esta demostración de fuerza los gobiernos buscaron su amistad para enfrentar a otras tribus más belicosas.

Luego de la muerte del cacique, su hijo Cipriano Catriel asumió el mando de su grupo y se acercó a Mitre. En 1872 combatieron junto a las tropas cristianas, y derrotaron por primera vez al temido Calfulcurá, pero en 1874 el éxito no los acompañó: participaron en apoyo de Mitre en su intento de revolución contra la elección de Nicolás Avellaneda como presidente, pero lo que parecía una segura victoria se transformó en capitulación y la tribu fue abandonada a las tropas leales del presidente electo. Entonces, un parlamento condenó a muerte a Cipriano, su cacique, acusándolo de traición por conducirlos a este fracaso y por haber enfrentado a Calfucurá.  Quien encabezó el cumplimiento de la sentencia fue su hermano Juan José Catriel, que tomó desde entonces el mando de la tribu.
Durante su liderazgo fue que se llevó a cabo la gran invasión, lanzada a finales de 1875, que iba a ser la última imponente reacción de los guerreros pampeanos. En ella los catrieleros se unieron a Namuncurá -heredero de Calfulcurá-, Pincén, Reuquecurá, Purrán y Carupancurá, atacando Alvear, Tapalqué, Azul y Tandil.
Esta participación de Catriel en la invasión general fue sorpresiva para los militares, que lo contaban como aliado dado que, establecidos en las afueras de Azul, los catrieleros eran aparentemente amigos del gobierno. Durante la gestión de Adolfo Alsina como ministro de guerra del presidente Avellaneda,  les ofrecieron nuevas tierras unas leguas al oeste, hacia donde la frontera se estaba expandiendo. Las negociaciones marchaban bien hasta que los catrieleros divisaron a los agrimensores. Estos personajes, sus instrumentos de medición y sus operaciones diabólicas eran objeto del más profundo odio por parte de los indios. Su presencia siempre anunciaba desgracia, siempre antecedía a la pérdida de su territorio. Desde entonces, si bien siguieron en negociaciones con los blancos, secretamente se pusieron de acuerdo con Namuncurá. Iban a librar su última batalla.
Esta invasión general se produjo el 26 de diciembre de 1875. Su frente se extendió desde Tres Arroyos hasta Alvear. Alfredo Ebelot, ingeniero francés contratado por Alsina para trabajar en el diseño de su sistema de defensa, nos cuenta que “para dar ese gran golpe, el desierto había puesto en pie no menos de 5.000 lanzas”. En Tandil murieron 400 vecinos, se llevaron 500 cautivos y arriaron 300.000 animales. Azul fue sitiada, de allí se levaron 200.000 cabezas de ganado y 4.000 caballos. Los fortines fueron arrasados.


Pero la respuesta fue también tremenda. El 1º de enero, Catriel y Namuncurá fueron vencidos en el combate de Laguna de la Tigra, todas las naciones indias, hostigadas. Al mismo tiempo la frontera se trasladaba hacia el oeste y el ejército se integraba con profesionales en lugar de los gauchos que habían sido reclutados por la fuerza. Los indios, alejados hacia el desierto, ya no podían llevar a cabo sus invasiones ya que su objetivo les quedaba demasiado lejos. La zanja de Alsina impidió aún más el arreo de ganado hacia el oeste. El fusil Remington y el telégrafo hicieron el resto. Según Sarmiento, la expedición del General Roca, que salió desde Azul, adonde arribó en tren, no fue más que “un paseo en carruaje”.
Pese a que existen en  Azul descendientes de los catrieleros reivindicando parte del territorio, ya no tienen el mismo poder e importancia política que llegaron a detentar, ni son un grupo influyente en la actualidad. Pero en las palabras quedan indicios de este pasado. Por empezar, el nombre de la ciudad es el que los indios le habían dado a la región, traducido del araucano. El nombre del arroyo que lo atraviesa, es también la traducción del nombre original: calvú Leuvú (agua azul). Su costanera hoy se llama Cacique Catriel  (¿Cuál de ellos será: Juan Manuel, Cipriano, Juan José?). En la margen izquierda subsite el barrio Fidelidad, cuyo nombre recuerda la convivencia de los catrieleros y cristianos. En su Museo Etnográfico se exhibe una muy importante colección de platería mapuche.
En Boca de la Sierra, la obra El Malón también se suma a la evocación de la historia del país Azul.

Regazzoni en Azul

Carlos Regazzoni, artista nacido en Comodoro Rivadavia, consiguió fama y prestigio por sus instalaciones, que normalmente compone con materiales industriales en desuso. Trabajó mucho con elementos desechados por los ferrocarriles e instaló su estudio en un depósito de los mismos, cerca de la terminal de Retiro, en Buenos Aires. Su prestigio como artista creció en el país y en Europa, especialmente en Francia, en donde posee un castillo barroco. Sus esculturas fueron elogiadas por exigentes críticos de arte. Madonna le compró una obra.
Cuando en 2007 la ciudad de Azul fue declarada Ciudad Cervantina por la UNESCO, debido a la colección de Quijotes que atesora, su Municipalidad contrató a Regazzoni para que instalara en un paseo público una escultura de Don Quijote. El grupo escultórico está frente a la costanera Cacique Catriel, e incluye al hidalgo montado en Rocinante, junto con Sancho Panza, Dulcinea y hasta el perro.
Debido al éxito de este trabajo, las autoridades le encargaron una segunda obra. Esta fue El Malón, que está emplazada en Boca de la Sierra. De todas formas, la relación del artista con los políticos locales fue pésima. Se instaló en este paraje y fue acusado de tomar para sí propiedades privadas –lo que incluía un sector perteneciente a Fabricaciones Militares, empresa que donó el lugar para que se construyera el parador- y de maltratar a los vecinos que se quejaban de sus actividades en el lugar.
Seguramente cautivado por la paz y belleza del paisaje, el artista intentó establecerse, pero las constantes peleas con vecinos y políticos, lo disuadieron.
Por suerte quedó su obra.




Bibliografía




Archivo Mitre. Buenos Aires


Ebelot, Alfredo. Recuerdos y relatos de la guerra de fronteras. Plus Ultra. Buenos Aires. 1968.


Rosa, José María. Historia Argentina, tomo 2. Claridad. Buenos Aires. 1973.


Yunque, Alvaro. Calfulcurá. La conquista de las pampas. Ediciones Zamora. Buenos Aires. 1956.